A continuación les dejo otro cuento de terror de los que meten miedo. Es largo asi que lo postearé en dos partes. Estoy seguro que quienes gustan del género disfrutaran este cuento.
Directamente de la escuela de Lovecraft tenemos a Frank Belknap Long, uno de sus mejores alumnos. En el cuento se nos narra como una especie proveniente del espacio exterior vienen a nuestro planeta a hacer lo mejor que saben hacer, ¡¡devorarnos el cerebro!!
LOS DEVORADORES DEL ESPACIO
Frank Belknap Long
Como señala el propio Derleth en su prólogo, existe un indudable paralelismo entre la mitología lovecraftiana y la cristiana, sobre todo en lo referente a la expulsión de los Primordiales (equivalente a la caída de los ángeles rebeldes) y a la secular lucha entre el Bien y el Mal. En el siguiente relato de F. B. Long, la conexión entre ambas mitologías se explicita abiertamente. Por otra parte, la narración es un claro homenaje a Lovecraft, hasta el punto de que roza la alusión directa.
1
El horror llegó a Partridgeville en forma de niebla impenetrable.
Toda aquella tarde, los espesos vapores del mar se habían arremolinado y remansado alrededor de la granja, y la humedad flotaba en la habitación en la que estábamos sentados. La niebla ascendía en espirales desde debajo de la puerta, y sus largos y húmedos dedos rozaban mi pelo hasta hacerlo gotear. Las ventanas de cuadrados cristales estaban cubiertas de una película espesa y perlada de humedad; el aire era pesado y denso e increíblemente frío.
Miré con tristeza a mi amigo. Se había vuelto de espaldas a la ventana, y escribía furiosamente. Era un hombre alto, delgado, algo cargado de espaldas y de hombros muy anchos. De perfil, su cara era impresionante. Tenía una frente extremadamente ancha, la nariz larga y la barbilla algo pronunciada; un rostro sólido, sensitivo, que sugería una naturaleza sobremanera imaginativa, reprimida por una inteligencia escéptica y auténticamente extraordinaria.
Mi amigo escribía relatos cortos. Lo hacía por placer, desafiando el gusto contemporáneo, y sus cuentos eran insólitos. Habrían encantado a Poe, y también a Hawthorne, a Ambrose Bierce o a Villiers de l'Isle Adam. Eran bosquejos de hombres anormales, de bestias anormales, de plantas anormales. Escribía sobre remotas regiones de imaginación y de horror, y los colores, ruidos y olores que se atrevía a evocar jamás se habían visto, oído ni olido bajo la cara familiar de la luna. Proyectaba sus creaciones sobre fondos estremecedores. Caminaban furtivas por entre los altos y solitarios bosques, subían a las agrestes montañas, bajaban vacilantes por las escalinatas de antiguas casas y andaban entre los bloques de los negros muelles corroídos.
Uno de sus cuentos, La casa del gusano, había inducido a un joven estudiante de la Universidad Midwestern a buscar refugio en un enorme edificio de ladrillo, donde a todos pareció natural que se sentase en el suelo y gritase a voz en cuello: «Mi bienamada es más pura que todas las lilas entre las lilas del jardín de las lilas.» Otro, Los corruptores, fue la causa de que recibiera ciento diez cartas indignadas de los lectores locales, cuando apareció en la Partridgeville Gazette.
Estaba yo mirándole todavía, cuando dejó de escribir súbitamente y sacudió la cabeza.
—No puedo —dijo—. Tendría que inventar un lenguaje nuevo. Y no obstante, puedo comprenderlo emocionalmente, intuitivamente, si quieres. Si al menos pudiese expresarlo en una frase, algo así como «el extraño reptar de su espíritu descarnado».
—¿Es algún nuevo horror? —pregunté.
Movió la cabeza negativamente.
—No es nuevo para mí. Lo conozco y lo siento desde hace años: es un horror absolutamente inconcebible para tu prosaico cerebro.
—Muchas gracias —dije.
—Todos los cerebros humanos son prosaicos —explicó—. No quería ofenderte. Son los sombríos terrores que acechan detrás y por encima de ellos, lo que es misterioso y espantoso. ¿Qué pueden saber nuestros pequeños cerebros de las vampiresas entidades que acaso acechan en dimensiones que están por encima de la nuestra, o más allá del universo de las estrellas? —Ahora me miraba con fijeza.
—¡Pero no puedes creer sinceramente en semejantes tonterías! —exclamé.
—¡Por supuesto que no! —sacudió la cabeza y rió—. Demasiado sabes que soy profundamente escéptico para creer en nada. He descrito meramente las reacciones de un poeta ante el universo. Si uno desea escribir historias espectrales y de verdad logra plasmar una sensación de horror, deberá creer en todo... y en cualquier cosa. Por cualquier cosa entiendo el horror que trasciende cualquier cosa, que es más terrible e imposible que nada. Debe creer que hay seres en el espacio exterior que pueden descender y cebarse en nosotros con una maldad capaz de destruirnos completamente: tanto corporal como espiritualmente.
»Pero ¿cómo podría describir esta monstruosidad del espacio exterior si no conoce su forma, tamaño y color?
»Es prácticamente imposible hacerlo. Eso es lo que yo he intentado... y he fracasado. Quizá algún día..., pero entonces, dudo que pueda conseguirlo. Aunque el artista puede insinuarlo, sugerirlo...
—¿Sugerir qué? —pregunté, un poco desconcertado.
—Sugerir un horror que es completamente extraterreno, que se deja sentir en términos que no tienen parangón alguno en la Tierra.
Yo aún estaba perplejo. El sonrió cansadamente, y explicó su teoría.
—Hay algo prosaico —dijo— aun en los mejores relatos clásicos de misterio y terror. La vieja señora Radcliffe, con sus subterráneos secretos y sus espectros ensangrentados; Maturin, con sus alegóricos héroes perversos del estilo de Fausto y sus llamas surgiendo de la boca del infierno; Edgar Poe, con sus cadáveres manchados de grumos de sangre y sus gatos negros, sus corazones delatores y sus Valdemares en descomposición; Hawthorne, con su divertida preocupación por los problemas y horrores derivados del mero pecado humano (como si los pecados humanos tuviesen algún significado para la maligna inteligencia de más allá de las estrellas).
Luego, los maestros modernos: Algernon Balckwood, que nos invita al festín de los altos dioses y nos muestra a una vieja de labio leporino sentada ante un tablero mágico manoseando unas cartas manchadas, o un absurdo nimbo de ectoplasma emanando de algún estúpido clarividente; Bram Stoker con sus vampiros y hombres lobos, meros mitos convencionales residuos del folklore medieval; Wells, con sus vehículos, hombres peces del fondo del mar, damas de la luna; y el centenar de idiotas que escriben constantemente historias de fantasmas para revistas... ¿en qué han contribuido a la literatura de lo espantoso?
»¿No somos de carne y hueso? Es natural que nos rebelemos y horroricemos cuando se nos muestra la carne y los huesos en estado de corrupción y descomposición, con los gusanos pululando por debajo y por encima. Es natural que una historia que trata de un cadáver nos haga estremecer, nos llene de miedo y horror y repugnancia. Cualquier imbécil puede suscitar esas emociones en nosotros... Poe hizo bien poco con su lady Usher y su licuescente Valdemar. Recurrió a las simples, naturales y comprensibles emociones, y era inevitable que sus lectores respondiesen.
»¿No somos descendientes de los bárbaros? ¿No habitamos durante un tiempo en altos y siniestros bosques, a merced de las bestias que desgarran y destrozan? Es inevitable que temblemos y nos rebajemos cuando tropezamos en literatura con sombras tenebrosas de nuestro propio pasado. Harpías y vampiros y hombres lobos... ¿qué son sino ampliaciones, distorsiones de los grandes pájaros y murciélagos y perros feroces que hostigaban y torturaban a nuestros antepasados? Es muy fácil suscitar el miedo manejando tales medios.
Es muy fácil asustar a los hombres con las llamas de la boca del infierno, porque son ardientes y consumen y queman la carne, y ¿quién no comprende y tiene miedo del fuego? Golpes que matan, fuegos que abrasan, sombras que horrorizan porque sus sustancias acechan perversamente en los negros corredores de nuestros recuerdos heredados... Estoy cansado de los escritores que nos aterrorizan con semejantes elementos patéticamente fáciles y triviales.
Una auténtica indignación fulguraba en sus ojos.
—¿Y si existiese un horror más grande? —prosiguió—. ¿Y si seres perversos de alguna otra parte del universo decidiesen invadir éste? ¿Y si no pudiésemos verlos? ¿Y si no pudiésemos percibir su presencia? ¿Y si fuesen de un color desconocido en la Tierra, o más bien, de un aspecto que careciese de color?
»¿Y si tuviesen una forma desconocida en la Tierra? ¿Y si fuesen tetradimensionales, o tuviesen cinco o seis dimensiones? ¿Y si tuviesen cien? ¿O no tuviesen dimensiones, y existiesen no obstante? ¿Qué haríamos?
»¿No existirían para nosotros? Existirían, si nos causaran dolor. ¿Y si no fuese el dolor del calor ni del frío ni de nada que conozcamos, sino un dolor nuevo? ¿Y si afectasen a algo más que a nuestros nervios y llegasen a nuestro cerebro de una manera nueva y terrible? ¿Y si se hiciesen sentir de un modo nuevo y extraño e indecible? ¿Qué haríamos? Tendríamos las manos atadas. No puedes defenderte de lo que está dotado de mil dimensiones. ¡Imagina que, devorando, pudiesen esos seres abrirse camino hacia nosotros a través del espacio!
Ahora hablaba con una intensidad de emoción que contradecía el escepticismo que se había atribuido un momento antes.
—Sobre eso he intentado escribir. Quería hacer que mis lectores sintiesen y viesen a ese ser de otro universo, de más allá del espacio. Podría insinuarlo o sugerirlo fácilmente —cualquier idiota puede hacerlo—, pero quisiera describirlo realmente. ¡Describir un color que no es color, una forma que es amorfa!
»Un matemático podría, quizá, sugerirlo un poco más. Habría extrañas curvas y ángulos que un inspirado matemático en pleno frenesí de cálculo podría bosquejar vagamente. Es absurdo decir que los matemáticos no han descubierto la cuarta dimensión. La han vislumbrado frecuentemente, se han acercado a menudo a ella, la han intuido infinidad de veces; pero son incapaces de demostrarla. Conozco a un matemático que jura que vio una vez la sexta dimensión en una ascensión a los sublimes cielos de los cálculos diferenciales.
»Desgraciadamente, no soy matemático. Soy tan sólo un pobre artista loco y creador, y el ser del espacio exterior se me escapa completamente.
Alguien aporreó sonoramente la puerta. Crucé la habitación y retiré el cerrojo.
—¿Qué desea? —pregunté—. ¿Qué ocurre?
—Siento molestarle, Frank —dijo una voz familiar—, pero tengo que hablar con alguien.
Reconocí la cara flaca y blanca de mi más inmediato vecino, y me hice a un lado en seguida.
—Pase —dije—. Pase, no faltaba más. Howard y yo hemos estado hablando de fantasmas, y los seres que hemos invocado no son del todo agradables. Tal vez pueda usted conjurarlos.
Llamé fantasmas a los horrores de Howard porque no quería impresionar a mi vecino vulgar. Henry Wells era muy alto y corpulento, y al entrar en la habitación pareció introducir consigo una parte de la noche.
Se derrumbó en un sofá y nos miró con ojos asustados. Howard abandonó la historia que había estado leyendo, se quitó y limpió las gafas, y arrugó el ceño. Era relativamente tolerante con mis bucólicos visitantes. Aguardó quizá un minuto, y luego empezamos los tres a hablar casi al mismo tiempo.
—¡Qué noche más horrible!
—Espantosa, ¿verdad?
—¡Aciaga!
Henry Wells arrugó el ceño.
—Esta noche —dijo—, me ha... me ha ocurrido un curioso incidente. Iba con «Hortense» por Mulligan Wood...
—¿Con «Hortense»? —interrumpió Howard.
—Su yegua —expliqué impaciente—. Regresaba de Brewster, ¿no es así, Harry?
—De Brewster, sí —dijo—. Marchaba entre los árboles, atento con cien ojos a las luces deslumbrantes de los coches que surgían de la oscuridad y venían derechos hacia mí, y escuchaba las sirenas de la bahía roncar y gemir, cuando me cayó en la cabeza una cosa mojada. «Va a llover —pensé—, espero que no se me mojen las provisiones.»
»Me volví para asegurarme de que iban bien cubiertas la mantequilla y la harina, y algo blando como una esponja se elevó del fondo del carro y me golpeó en la cara. Di una manotada y lo cogí entre los dedos.
»Me dio la sensación de que tenía en las manos una especie de gelatina. La apreté, y la cosa mojada se me escurrió muñeca abajo. El caso es que no estaba tan oscuro como para no verlo. Es extraña la claridad que encierra la niebla... parece hacer la noche más diáíana. Había una especie de luminosidad en el ambiente. No sé, puede que no fuera la niebla, en definitiva. Los árboles parecían apartarse. Podía verlos recortados y claros. Como iba diciendo, miré aquello y ¿qué creerán ustedes que parecía? Pues parecía un trozo de hígado crudo. O sesos de vaca. Ahora que me paro a pensarlo, creo que se parecía más a unos sesos de vaca. Tenía pliegues, y los hígados no tienen muchos pliegues. El hígado es por lo general terso como un cristal.
»Pasé un momento espantoso. "Debe de haber alguien en lo alto de estos árboles —pensé—. Debe de ser algún trampero, o algún chiflado, y ha estado comiendo hígado. Mi carro le ha asustado y lo ha dejado caer... bueno, un trozo nada más." No cabe duda. No había ningún hígado en el carro al salir de Brewster.
»Miré hacia arriba. Usted sabe lo altos que son los árboles en Mulligan Wood. No pueden verse las copas de algunos de ellos desde el camino en un día luminoso. Y ya sabe lo retorcidos y extraños que resultan algunos. Es curioso, pero siempre me han parecido hombres viejos... viejos y enormemente altos, por supuesto; altos y encorvados y perversos. Siempre los he imaginado como deseando causar algún daño. Hay algo malsano en esos árboles que crecen tan juntos y tan retorcidos.
»Alcé los ojos.
»Al principio no vi más que los corpulentos árboles, blancos y relucientes debido a la niebla, y por encima de ellos, una bruma espesa y blancuzca que ocultaba las estrellas. Y entonces, algo largo y blanco descendió velozmente por el tronco de uno de ellos.
»Bajó tan de prisa que no pude verlo claramente. De todos modos era tan delgado que no pude distinguirlo muy bien. Pero parecía un brazo. Era como un brazo largo, blanco y muy delgado. ¿Quién ha visto jamás un brazo tan largo como un árbol? No sé qué me induce a compararlo con un brazo, porque no era más que una línea delgada... como un alambre o una cuerda. Además, no estoy siquiera seguro de haberlo visto. Puede que lo imaginara. Ni siquiera estoy seguro de que tuviese el grosor de una cuerda. Pero tenía mano. ¿O no? Cuando pienso en eso se me ofusca la cabeza. Bueno, se movió tan de prisa que no me dio tiempo a verlo con claridad.
»Pero me dio la impresión de que buscaba algo que había caído. Por un instante, la mano pareció extenderse por encima de la carretera, y luego se apartó del árbol y se dirigió hacia el carro. Era como una mano enorme y blancuzca que avanzaba sobre sus dedos con un brazo terriblemente largo unido a ella que se elevaba hasta la niebla, o quizá hasta las estrellas.
«Solté un grito y fustigué a "Hortense" con las riendas, pero el animal no necesitaba que lo apremiasen. Se puso fuera de alcance antes de que yo tuviese tiempo de arrojar el hígado o los sesos de vaca o lo que fuese al camino. Salió disparada a tal velocidad que casi vuelca el carro, pero yo no tiré de las riendas. Prefería caerme en una zanja y romperme una costilla a que una mano larga y blancuzca me cogiese por el cuello y me cortase la respiración.
»Casi habíamos salido del bosque y empezaba a respirar nuevamente, cuando se me heló el cerebro. No puedo describir lo que sucedió de ningún otro modo. Sentí que el cerebro se me quedaba frío como el hielo dentro de la cabeza. Les aseguro que estaba asustado.
»No crean que no podía pensar claramente. Tenía conciencia de todo lo que sucedía a mi alrededor, pero mi cerebro estaba tan frío que grité de dolor. ¿Han sostenido alguna vez un trozo de hielo en la palma de la mano durante dos o tres minutos? Quema, ¿verdad? El hielo quema más que el fuego. Bien, sentí el cerebro como si hubiese estado en hielo durante horas y horas. Tenía un horno dentro de la cabeza, pero era un horno de frío. Rugía de frío violento.
»Tal vez debiera dar gracias de que no durara el dolor. Me desapareció a los diez minutos, y cuando llegué a casa no se me ocurrió que hubiera sufrido daño alguno por esta experiencia. No pensé efectivamente en eso, hasta que me miré en el espejo. Entonces descubrí este agujero en la cabeza.
Henry Wells se inclinó hacia adelante y se apartó el pelo de la sien derecha.
—Aquí está la herida —dijo—. ¿Qué piensa de ello? —Se golpeó con los dedos debajo de un pequeño orificio redondo en dicho lugar—. Es como una herida de bala —comentó—, pero no me ha salido sangre y se puede ver que es bastante profundo. Parece como si me llegara al centro de la cabeza. No debería estar vivo.
Howard se había levantado y miraba fijamente a mi vecino con ojos furiosos y acusadores.
—¿Por qué nos ha mentido? —gritó—. ¿Por qué nos ha contado esta absurda historia? ¡Una mano larga! Usted está bebido. Borracho... y sin embargo, ha logrado lo que a mí me habría costado sudar sangre. Si yo lograse hacer que mis lectores pudiesen sentir ese horror, sentir por un momento ese miedo que nos ha descrito usted de los bosques, me situaría entre los inmortales... sería más grande que Poe, más grande que Hawthorne. Y usted... un burdo embustero borracho...
Me puse de pie con una furiosa protesta.
—No es un embustero —dije—. Le han disparado un tiro... alguien le ha disparado un tiro en la cabeza. Mira esta herida. ¡Dios mío, no tienes ningún derecho a insultarle!
La ira de Howard se desvaneció y el fuego desapareció de sus ojos.
—Perdóneme —dijo—. No puedes figurarte de qué manera necesitaba yo atrapar ese horror fundamental, traspasarlo al papel; y él lo ha dicho con toda facilidad. Si me hubiese advertido que iba a describir una cosa así habría tomado notas. Pero naturalmente, él no sabe que es un artista. Se trata de un tour de force casual lo que ha hecho; no podría hacerlo otra vez, estoy seguro. Siento haberme acalorado... discúlpeme. ¿Quiere que vaya a buscarle un médico? Esa herida es grave.
Mi vecino negó con la cabeza.
—No quiero médicos —dijo—. Ya he visto a uno. No tengo ninguna bala en la cabeza... el agujero no ha sido causado por una bala. Cuando el médico no pudo explicarlo, me reí de él. Odio a los médicos; y me tiene sin cuidado la gente estúpida que cree que tengo por costumbre mentir. Me tiene sin cuidado la gente que no me cree cuando digo que he visto deslizarse por un árbol una cosa larga, blancuzca, con tanta claridad como si fuese de día.
Pero Howard examinaba la herida pese a la indignación de mi vecino.
—Ha sido hecha por algo redondo y afilado —dijo—. Es extraño, pero la carne no ha sido destrozada. Un cuchillo o una bala habría desgarrado la carne, habría dejado un borde destrozado.
Asentí, y me incliné para examinar la herida, cuando Wells gritó, y se llevó las manos a la cabeza.
—¡Ahhhh! —farfulló—. Ha vuelto... el terrible, terrible frío.
Howard le miró fijamente.
—¡No espere de mí que crea semejante tontería! —exclamó disgustado.
Pero Wells siguió sujetándose la cabeza y danzando por la habitación en un delirio de agonía.
—¡No puedo soportarlo! —gritaba—. Se me está congelando el cerebro. No es un frío normal. ¡Oh, Dios! Es algo como no ha sentido nadie jamás. Muerde, abrasa, despedaza. Es como el ácido.
Le puse una mano sobre el hombro y traté de apaciguarle, pero él me apartó y se dirigió hacia la puerta.
—Tengo que salir de aquí —exclamó—. Ese ser necesita espacio. Mi cabeza no puede contenerlo. Necesita la noche... la inmensidad de la noche. Quiere revolcarse en la noche.
Abrió la puerta y desapareció en la niebla. Howard se secó la frente con la manga de la chaqueta y se derrumbó en la silla.
—Loco —murmuró—. Es un caso trágico de psicosis maníaco-depresiva. ¿Quién lo habría sospechado? La historia que nos ha contado no era en absoluto una invención consciente. Era simplemente un producto pesadillesco concebido por el cerebro de un lunático.
—Sí —dije—. Pero ¿cómo explicas el agujero de su cabeza?
—¡Ah, eso! —Howard se encogió—. Probablemente lo tiene de siempre... a lo mejor es de nacimiento.
—Tonterías —dije—. Ese hombre no tenía antes ningún agujero en la cabeza. Personalmente, creo que le han pegado un tiro. Deberíamos hacer algo. Necesita atención médica. Será mejor que telefonee al doctor Smith.
—Es inútil intervenir —dijo Howard—. Ese agujero no ha sido causado por una bala. Te aconsejo que lo olvides hasta mañana. Su locura puede ser temporal; puede que se le pase, y entonces nos reprocharía el habernos entremetido. Si mañana se encuentra todavía emocionalmente trastornado, si vuelve otra vez e intenta armar jaleo, puedes dar parte a las autoridades correspondientes. ¿Se ha comportado de modo extraño con anterioridad?
—No —dije—. Siempre ha estado completamente sano. Creo que seguiré tu consejo y esperaré. Pero quisiera poder explicarme el agujero de la cabeza.
—La historia que ha contado me interesa más —dijo Howard—. Voy a escribirla antes de que se me olvide. Por supuesto, no seré capaz de hacer que el horror resulte tan real como él, pero quizá pueda reflejar un poco la impresión de extrañeza y fascinación.
Desenroscó el capuchón de su estilográfica y empezó a rellenar una cuartilla con extrañas frases.
Sentí un escalofrío y cerré la puerta.
Durante varios minutos, no se oyó otro ruido en la habitación que el del garabateo de su pluma al correr por el papel. Durante varios minutos hubo silencio... y luego, empezaron los alaridos. ¿O eran gemidos?
Los oímos a través de la puerta cerrada, por encima del ulular de las sirenas y el oleaje de la playa de Mulligan. Los oímos por encima de un millón de ruidos de la noche que nos habían horrorizado y deprimido, mientras estuvimos sentados charlando en la casa solitaria y envuelta por la niebla. Y los oímos tan claramente que por un momento creímos que provenían de muy cerca de la casa. Hasta que no los escuchamos una y otra vez —prolongados, taladrantes gemidos—, no descubrimos una calidad de lejanía. Poco a poco, nos fuimos dando cuenta de que provenían de muy lejos, muy lejos; quizá del bosque de Mulligan.
—Es un alma en pena —murmuró Howard—. Una pobre alma condenada, en las garras del horror del que te he hablado... el horror que yo he conocido y sentido durante años.
Se puso en pie inquieto. Sus ojos centelleaban y respiraba agitadamente.
Le cogí por los hombros y lo sacudí.
—No deberías proyectarte en tus historias de esa manera —exclamé—. Probablemente es algún desdichado que se encuentra en apuros. No sé qué habrá pasado. Puede que haya naufragado algún barco. Voy a ponerme un chubasquero y averiguar qué ocurre. Me parece que nos necesitan.
—Puede que nos necesiten —repitió Howard lentamente—. Puede que nos necesiten de verdad. No se quedarán satisfechos con una simple víctima. Pienso en el gran viaje a través del espacio, ¡la sed y el hambre que deben de haber pasado! ¡Es absurdo imaginar que se contentarán con una simple víctima!
Luego, de pronto, le sobrevino un cambio. Se apagó la luz de sus ojos y su voz perdió su vibración. Se estremeció.
—Perdóname —dijo—. Tengo miedo de que pienses que estoy tan loco como el patán que ha estado aquí hace unos minutos. Pero no puedo por menos de identificarme con mis personajes cuando escribo. He descrito algo tremendamente perverso, y esos alaridos... bueno, son exactamente como los que daría un hombre si... si...
—Comprendo —le interrumpí—, pero no tengo tiempo para hablar de eso ahora. Hay un pobre hombre allá —señalé vagamente hacia la puerta—, sin duda en apuros. Está tratando de liberarse de algo... no sé de qué. Tenemos que ayudarle.
—Por supuesto, por supuesto —accedió él, y me siguió a la cocina.
Sin decir palabra, bajé, cogí un chubasquero y se lo tendí. Le di también un gran sombrero de hule.
—Póntelos lo más pronto que puedas —dije—. Ese hombre debe de necesitar ayuda desesperadamente.
Había cogido yo mi propio chubasquero de la percha y forcejeaba para meter los brazos en sus pegajosas mangas. Un momento después, nos abríamos paso a través de la niebla.
La niebla parecía un ser vivo. Sus largos dedos nos alcanzaban y abofeteaban incesantemente en la cara. Se enroscaba alrededor de nuestros cuerpos y se elevaba en enormes espirales grisáceas desde lo alto de nuestras cabezas. Retrocedía ante nosotros, y de pronto se precipitaba sobre nosotros y nos envolvía.
A lo lejos, confusamente, vimos las luces de unas cuantas granjas solitarias. Detrás de nosotros, palpitaba el mar y las sirenas emitían un ulular continuo y lúgubre. El cuello del chubasquero de Howard estaba levantado por encima de las orejas, y la humedad goteaba de su larga nariz. Había una torva decisión en sus ojos, y tenía la mandíbula apretada.
Caminamos durante largo rato en silencio, sin decir palabra, hasta que nos aproximamos al bosque de Mulligan.
—Si es preciso —dijo—, entraremos en el bosque.
—No hay razón para que no entremos —dije—. No es un bosque muy grande.
—¿Podría salir uno rápidamente?
—Podría salir en seguida, sí. ¡Dios mío!, ¿has oído eso?
Los gritos habían aumentado horriblemente.
—Ése está sufriendo —dijo Howard—. Está sufriendo terriblemente. ¿Crees... crees que puede ser tu amigo el chiflado?
Había formulado una pregunta que me había estado haciendo yo mismo desde hacía un rato.
—Es posible —dije—. Pero tenemos que intervenir, si está loco. Me habría gustado traer a algunos vecinos con nosotros.
—¿Y por qué, en nombre del cielo, no lo has hecho? —exclamó Howard—. Puede que haga falta una docena de hombres para sujetarlo.
No apartaba la vista de los altos árboles que se elevaban ante nosotros, y no creo que dedicara a Henry Wells un solo pensamiento.
—Ese es el bosque de Mulligan —dije. Tragué saliva—. No es muy grande —añadí estúpidamente.
—¡Oh, Dios mío! —De la niebla nos llegó el sonido de una voz en la última extremidad del dolor—. Me están devorando el cerebro. ¡Oh, Dios mío!
Yo estaba en ese momento mortalmente asustado, a punto de volverme tan loco como el hombre del bosque. Agarré el brazo de Howard.
—Vámonos —grité—. Vámonos inmediatamente. Sería una insensatez entrar. Aquí no vamos a encontrar sino la locura y el sufrimiento y quizá la muerte.
—Puede ser —dijo Howard—, pero vamos a entrar.
Su rostro estaba ceniciento bajo el gran sombrero goteante, y sus ojos eran dos delgadas rendijas azules.
—Muy bien —dije de mala gana—. Pues entremos.
Nos internamos lentamente por entre los árboles. Estos se elevaban inmensos por encima de nosotros, y la espesa niebla los deformaba y fundía de tal modo que parecían avanzar con nosotros. La niebla colgaba en jirones de sus ramas retorcidas. ¿He dicho jirones? Eran más bien serpientes de niebla, serpientes contorsionantes de venenosa lengua y ojos hipnóticos. A través de las alborotadas nubes de niebla, vimos los escamosos, nudosos troncos de los árboles, y cada uno de ellos se asemejaba al cuerpo torcido de un anciano perverso. Sólo la pequeña mancha oblonga de luz de mi linterna nos protegía contra su malevolencia.
Avanzábamos a través de los grandes bancos de niebla, y a cada paso los gritos se hacían más audibles. No tardamos en distinguir fragmentos de frases, gritos histéricos que se fundían en gemidos prolongados: «Más, más, más frío... me van devorando el cerebro, ¡más frío! ¡Ahhh!»
Howard me apretó el brazo.
—Lo encontraremos —dijo—. No podemos volver atrás ahora.
Lo encontramos tendido de costado. Se apretaba la cabeza con las manos y tenía el cuerpo doblado en dos con las rodillas tan encogidas que casi le tocaban el pecho. Estaba callado. Nos inclinamos y lo sacudimos, pero no emitió sonido alguno.
—¿Está muerto? —pregunté con voz ahogada. Sentía desesperados deseos de dar media vuelta y echar a correr. Los árboles estaban muy cerca de nosotros.
—No sé —dijo Howard—. No sé. Espero que sí.
Le vi arrodillarse y deslizar una mano bajo la camisa del pobre desdichado. Durante un momento, su rostro fue una máscara. Luego se levantó vivamente y movió negativamente la cabeza.
—Está vivo —dijo—. Debemos ponerle ropas secas lo antes posible.
Le ayudé. Entre los dos levantamos la doblada figura del suelo y la transportamos entre los árboles. Tropezamos dos veces y estuvimos a punto de caer, y las enredaderas nos desgarraban las ropas. Las enredaderas eran pequeñas manos malévolas que agarraban y desgarraban según la maligna instigación de los grandes árboles. Sin una estrella que nos guiase, sin otra luz que la pequeña linterna de bolsillo, cada vez más débil, nos abrimos paso hasta salir del bosque de Mulligan.
El zumbido no comenzó hasta que salimos del bosque. Al principio apenas lo oíamos; era muy bajo, como el ronroneo de aparatos gigantescos muy dentro de la tierra. Pero lentamente, mientras caminábamos con nuestra carga, se fue elevando hasta que ya resultó imposible ignorarlo.
—¿Qué es eso? —murmuró Howard, y a través de los espectrales jirones de la niebla vi que su rostro tenía un tinte verdoso.
—No sé —murmuré—. Es algo horrible. Jamás había oído nada semejante. ¿No puedes caminar más de prisa?
Hasta ese momento habíamos estado luchando contra horrores familiares, pero el zumbido y ronroneo que aumentaba detrás de nosotros no se parecía a nada de lo que pudiera oírse en la Tierra. Preso de incontenible horror, grité:
—¡Más de prisa, Howard, más de prisa! ¡ En nombre de Dios, salgamos de aquí!
Mientras hablaba, el cuerpo que transportábamos se retorció, y de sus labios contraídos brotó un torrente de palabras incoherentes:
—Yo iba entre los árboles, mirando hacia arriba. No podía ver las copas. Miraba hacia arriba, y luego de pronto miré hacia abajo y esa cosa aterrizó sobre mis hombros. Era todo patas... unas patas largas y serpeantes. Se lanzaron en seguida sobre mi cabeza. Yo quería alejarme de los árboles, pero no podía. Estaba solo en el bosque con eso a mi espalda, en mi cabeza, y cuanto traté de correr, los árboles me alcanzaron y me hicieron caer. Me ha hecho el agujero para poder penetrar.
Quiere mi cerebro. Me ha hecho el agujero y se me ha metido dentro y no hace más que sorber y sorber y sorber. Es frío como el hielo y hace un ruido como de un enorme moscardón. Pero no es un moscardón. Y no es una mano. Me equivoqué cuando dije que era una mano. No se le puede ver. Yo no lo hubiera visto ni sentido de no haberme hecho un agujero, de no haber entrado dentro de mí. Cuando casi lo ves, cuando casi lo sientes, significa que se está preparando para penetrar.
—¿Puede caminar, Wells? ¿Puede caminar?
Howard había soltado las piernas de Wells, y pude oír el áspero jadeo de su respiración mientras forcejeaba por librarse de su chubasquero.
—Creo que sí —sollozó Wells—. Pero no importa. Ahora me tiene en su poder. Déjenme y sálvense ustedes.
—¡Tenemos que correr! —grité yo.
—Es nuestra única posibilidad —exclamó Howard—. Wells, síganos. Síganos, ¿entiende? Le consumirán el cerebro si le atrapan. Hay que correr, muchacho, ¡síganos!
Continuará...
10 comentarios:
miserable, me dejaste con el cuento a medias. terminalo pronto!!
Aha... estoy terminando la primera parte, no demores mucho con la segunda.
Calamardo y Joker, no desesperen que mañana mismo esta la segunda y ultima parte de este terrorifico cuento jejeje.
Bueno, él ya avisó que hoy nos daba la mitad...
Muy bueno, la intriga, como nos va metiendo en la trama oscura, el puntito de humor con el nombre de la yegua, las descripciones de la niebla y la noche y el horror... bárbaras!
Nos vemos mañana.
Ah, Corto... gracias.
Por cierto, encontré en el blog "lecturas errantes" este enlace que es genial, es el blog del joven Lovecraft: http://eljovenlovecraft.blogspot.com/
Corto, voy a hacer como con el cuento de "La casa del Juez": lo paso a Word, lo imprimo todo y después me lo leo tranquilito.
Un abrazo y gracias por cultivarnos.
P.D.: Chau Maiquel Yacson.
Magda - Y si, viste como es cuando un alumno hace bien las cosas. Belknap Long es uno de mis preferidos a la hora de escribir sobre los mitos.
Y no hay por que dar las gracias.
Buenisimo el blog que me raomendaste. lo voy a leer mas y seguramente lo linkee porque me gusto mucho.
Peter - Este cuento seguro te va a gustar. Lo unico que te voy a pedir es que si lo imprimes despues no lo vendas ;)
No lo voy a vender. Se lo voy a regalar a mi madre como hice con "La casa del Juez". Ella es muy de estos cuentos.
Corto! ya se extrañaba la secciòn cuento de terror!
:) espraremos la segunda parte...
Wow, que cuento más chulo. Siempre nos descubres cosas interesantes.
Adoro esta galaxia!!
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