martes, 14 de octubre de 2008

Un cuento de Onetti

Inauguramos una nueva sesión: Cuentos para para alimentar el mate.
En esta ocacion les entrego un cuento del escritor Juan Carlos Onetti (Montevideo, 1 de julio, 1909 - Madrid, 30 de mayo, 1994), escritor uruguayo, autor de "la mejor literatura de la segunda mitad del siglo XX", según José Manuel Caballero Bonald.


Un elefante molesta a mucha gente

REPARTO:

Ekthorpe...................... Roberto Lupo
Elefante...................... André Riviére
Cuídador...................... Juan Julio
Araca Carodilla............... Marcelo Mastravoni
Secretario.................... Isidoro San Isidro


Primer plano de un reloj anacrónico y mal iluminado que opina: «Toc—trec. Toc—trec = Tac.

Una mano sube hasta las agujas pretendiendo adelantar el reloj de la historia. Pertenece a un profesor de ideas un tanto radicales.

La banda sonora registra el reloj pulsera del profesor, que refuta a su colega: «Tic—tac + Tic—tac = _tic tac tic tac.

Las agujas del reloj de la historia transportan bancos de guano de mosca lo cual hace que la mano se arrepiente y baje.
Enfoque general de una sala de profesores. La cámara avanza lenta hacia el doctor Ekthorpe quien baja de una silla sobre la que ha estado parado junto al reloj y se limpia las manos.

Muestra el rostro de Ekthorpe que expresa que su dueño se siente feliz y nada de eso; satisfecho y todo lo contrario. Su diáfana epidermis de lactante, quizás de casto, forra contradicciones.


Hojea una libreta de su clase nocturna cuando un portero se le acerca rengueando y le dice con sumo respeto: «¿Usted es profesor de Historia Natural?»
«Sí»,
«Entonces ¿me permite una pregunta?»
«Decí nomás, che».
«¿Cuánto pesa un elefante promedio?»

(Recordar que la cámara actúa, siempre que es conveniente y aun con cierto abuso, en despiadados primeros planos).

«Qué preguntita, che, qué preguntita. Veamos: Fromdebotton acaba de publicar, en Alemania, el tomo veinte, no, miento: veintiuno, de su Contribución al Estudio del Elephas Indicus o Elephas Maximus.

Se trata de un estudio parcial de los proboscidios ya que también existe en la actualidad el Loxodonta Africana. Tengo hasta el tomo dieciocho pero no encontré nada relativo al promedio de peso de este desmesurado mamifero. Y son unos libros grandes como esta carpeta. Qué cosa, che, que cosa. Me dejaste perplejo», dice.


«Gracias igual», contesta el portero y sale para hacer sonar la campanilla de entrada a clase.

Ekthorpe evidencia mortificación en su rostro. Esto le hace reparar en un viejo profesor que mira abstraído el techo y olvidar que es sordo.

«Todo lo que se puede hablar en torno al elefante y este se preocupa por el peso promedio», le dice. «Debe de ser un pedante o un oligofrénico o las dos cosas. Pero ¿de cual manera? ¿Un pedante oligofrénico o un oligofrénico pedante? Lo observaré, lo observaré».

Él viejo profesor sonríe y responde: «Flojas y colgantes, olvidadas. por, el plumero de la burocracia».

«Muy bien observado. Eso es colega: la burocracia. No estoy como para preocuparme por un portero oligodonte o pedafrénico porque mañana mismo tengo una entrevista con el Señor Presidente», comenta.

«Y todo se podría arreglar de un plumerazo».

«De un plumazo, dirá, de un plumazo. Buenas noches».

El rostro de Ekthorpe se esfuma y es susplantado por el mismo profesor esperando muy atildado en una antesala de la Presidencia del Consejo Municipal.

Agitación inusual, entradas y salidas de funcionarios por la puerta del despacho indican que está sucediendo algo anormal.

Finalmente le toca el turno a Ekthorpe. Sus espaldas tapan la abertura de la puerta que se cierra. Luego se ve el interior del despacho y la cara de Ekthorpe expresa eso que se suele denominar embarazo.

Como una bola de plomo histérico, el caduco Presidente Carodila rebota una y otra vez sobre una revista de poesía.

Esa crítica directa y vital no llega a embotar la perspicacia del profesor quien murmura sacudiendo la cabeza con una sonrisa idiota:

«Cuán astuto es nuestro Presidente. Por alguna oculta razón, hace esto delante de mi. ¿Pensará impulsar la educación física?»

«Buen día, profesor, disculpe» —saluda Carodila a través de resoplidos—. Pero nadie está a salvo de la, uf, infamia. Mire, mire, ahora que somos cogobierno estos insectos se vienen con sus versitos de mala muerte pretendiendo empañar mi personalidad. ¡Cuánta bajeza!»

Ekthorpe mira la estropeada revista. «Lea, lea eso en voz alta», dice Carodila.

El profesor lee sin entusiasmo:

4¿Quién trae el alma en alcobas
y consigo propio trilla?
Corcovilla!

«¿Sigo?»

«Sí, continúe».

«¿Quién tiene cara de endecha
y presume de aleluya?
¿Quién, porque parezca suya,
no hace cosa bien hecha?
¿Quién alienta a la derecha
a buscar ruido en la villa?
Corcovilla».

«¿Quién fuera plaga en Egito,
si alcanzara a Faraón?
¿Quién tentara a San Antón,
licenciado orejoncito?
¿Quién como lego ha escrito
la doctrina y la cartilla?
Corcovilla.»

«¿Quién...»

«Bueno, profesor, no se engolosine»

«Por favor, señor Presidente. Pero, perdone, esto no creo que tenga nada que ver con usted, se refiere a un problema muy viejo, sumamente fenecido»

«¡Cuánta ingenuidad! Bien, profesor, usted no es un político y por eso no comprende. Vayamos a otra cosa. Olvidemos. Olvidemos el desagradable contratiempo de la poesía y vayamos al asunto en cuestión, querido Ekthorpe. Sin rodeos y en una palabra: le ofrezco la dirección del Jardín Zoológico. ¿Qué me contesta?»

«Gracias, yo...»

«No me agradezca, no —sonríe Carodila—, considero que es usted la persona más capacitada y sé que le gustará el puesto y sabrá desempeñarlo brillantemente. ¿Acepta?»

«Sí, muchas gracias, señor Presidente».

Carodila se pasa la mano por su rostro seboso y dice: «Soy, yo quien le agradece y no se imagina cuánto. Necesitamos hombres como usted porque nuestro futuro se basa en el presente inmediato y desemboca en la victoria. Somos, como yo le decía y usted bien lo sabe, cogobierno.

Ejercemos el gobierno municipal y seremos juzgados por el pueblo de acuerdo a nuestra gestión actual. En cuanto a lo específicamente referido a su cargo, debo adelantarle que nuestros expertos no han estado ociosos. Acá tengo un estudio, desde ya lo pongo en sus manos, que indaga sobre las preferencias del pueblo.

Una amplia y profunda encuesta ha demostrado que el elefante y los monos son los animales preferidos por el proletariado y las capas medias que constituyen el 78,3 por ciento de nuestro electorado».


«Perdón ¿dijo el elefante?»

«Si, profesor, el elefante. Sabemos que usted es un gran teórico de los elefantes y ahora podrá comprobar sus teorías en la práctica. Elefante hay uno sólo, en nuestro zoológico quiero decir. De modo que, subraya Carodila enarcando las cejas, de modo que hay que darle un especial cuidado. Con esto le quiero significar: término medio. Ni favoritismo hacia el paquidermo ni mucho menos dejadez».

«Comprendo, comprendo».

«Tengo concienda del enorme peso que deposito sobre sus hombros pero sé que habrá de sobrellevarlo con dignidad y eficiencia en aras del futuro de nuestro gran pueblo».

«Le presentaré un plan de trabajo», se anima a decir Ekthorpe.

«Correcto. Tiene usted que considerar q ue su gestión, sumada a una científica recolección de residuos, barrido, limpieza y demás servidos deben impulsar a las. masas de votantes a dar un giro a la izquierda lo que posibilitará en las próximas elecciones una verdadera apertura democrática. Adiós, profesor, y buena suerte».

Se ve a Ekthorpe por la calle donde mucha gente circula con indiferencia y urgente apatía. Contonea los hombros, da saltitos, saluda, acaricia las cabezas de los niños. Nadie le lleva el apunte. Sólo una mujer, de rictus agrio, lo mira extrañada durante un segundo.
Ekthorpe llega a su casa donde entra tarareando La donna é mobile.

Mañana de sol. Ekthorpe se apersona junto con su secretario privado, Isidoro, en el jardín zoológico para tomar posesión de su cargo.

Ante un grupo de empleados, algunos de incompletos uniformes desteñidos, otros con sacos de lustrina, Ekthorpe se presenta y, brevemente, les da un panorama de su gestión futura. Un pequeño discurso mimado del nuevo director que sólo mueve los labios y gesticula. La banda sonora reproduce gritos de animales con hambre.

Un gesto ampuloso de Ekthorpe se ve cortado por la salida del cuidador quien dice en off: «Voy a dar de comer a Dalila». La escena queda quieta durante unos segundos, como un diapositivo, y vuelve al movimiento.

Vista hasta el final de un camino del jardín flanqueado por jaulas. Garúa. Ekthorpe entra bajo un paraguas avanzando a pasos ágiles. Se detiene en seco como si se hubiera escapado el león. Luego dobla hacia un costado del camino. La cámara, se ha ido acercando. Ekthorpe se detiene cauteloso.

El cuidador de espaldas a Ekthorpe, está hablando con Dalila que le apoya la trompa sobre un hombro.

«No era como acá. A ver esa memoria, dice Juan Julio. Cuando llovía, llovía en serio. Lo vi en las películas. Y lo soñé. Sí, lo sueño seguido. A veces, vamos por los senderos. Arriba se abrazan las ramas y vos sabés sumar mi altura a la tuya y mi cabeza no corre peligro. Vagamos entre hojas más grandes que tus orejas. O paseamos por encima de la miseria, junto a estacones de ferrocarril donde los muertos de hambre se están muriendo de eso, y...

«Y usted también se va a morir de hambre si no trabaja y deja tranquilo al elefante», interrumpe Ekthorpe. Dalila lo mira con fastidio, el cuidador con desprecio, y dice: «Este es mi deber: estar junto al elefante y, de serme posible, en el elefante».

«Cuales son o dejan de ser las tareas lo determino yo. Haga el favor de ocuparse de los cisnes y limpie la jaula de los cacatúas», ordena el profesor.

Juan Julio, sólo por disciplina, pero más nada por su amor al elefante, acata.

Con una velocidad un tanto acelerada, se registran numer osas entradas y salidas de Ekthorpe. Rápidos primeros planos muestran miradas de rencor intercambiadas por Ekthorpe de un lado y el cuidador y Dalila por el otro.

Despacho de Ekthorpe. Se ve al profesor pisoteando un periódico como se viera anteriormente a «Carodila. Entre salto y salto se alcanza a leer un titular catástrofe que dice: «ZOO: PRESUPUESTO CON ELEFANTIASIS».

Ekthorpe abandona su tarea y ordena: «Que venga inmediatamente el cuidador».

Isidoro sale presuroso y funcional.

Entra Juan Julio. Expresa resignación.

«¿Cuánto come Dalila por día?», pregunta Ekthorpe.

«Uh. Algunas toneladas. Sólo de rabanitos, quinientos kilos».

«Bien, desde hoy, suprímale los rabanitos».

«Pero señor...»

«Pero nada. Hay que ahorrar. Todo sube».

Se repiten las entradas y salidas aceleradas de Ekthorpe donde aparecen miradas de rencor y aun de resentimiento.

Frente del Palacio Municipal. La cámara se aproxima a una ventana y entra al despacho de Carodila.

«Mi querido profesor Ekthorpe. ¿Qué ha hecho? ¿Qué ha hecho? —dramatiza el Presidente— Le dije: Hay que acercarse, al pueblo, en este caso, al elefante. Pero usted me está torturando a esa noble bestia, según me han informado. ¿Tiene usted algo personal contra los elefantes? ¿Algún trauma de infancia?»

«No, de ninguna manera, pero usted conoce la campaña del gobierno Central contra el presupuesto del zoo. Hay que ahorrar».

«Sí, si. Pero no a costa del elefante, por amor de Prax. ¿Por qué no castigar preferiblemente a los animales suntuarios como el pavo real, la vicuña, el faisán y etcétera?»

«Y etcétera, etcétera, le dice Ekthorpe en el zoo a Juan Julio. En cuanto a Dalila, puede volver a darle rabanitos».

El cuidador se retira y Ekthorpe le dice a su secretario: «Hay que ahorrar, todo sube. Empecemos por despedir a Juan Julio. ¿Qué le parece?»

Isidoro zalema y sale.

Juan Julio, sin uniforme de cuidador, continúa visitando diariamente a Dalila. Sin recursos legales para echarlo, con crecientes problemas económicos, Ekthorpe vuelve a hacer pasadas frenéticas junto a los amigos y a suprimir la cuota de rabanitos.

Una garúa anega las grietas del elefante. El agua se acumula en el ángulo inferior de un pliegue, desborda, disminuye y vuelve a crecer.

Ekthorpe se aproxima bajo su paraguas y Juan Julio le sale al paso.

«Doctor, le dice, hay que operar a Dalila».

«Vaya a operarse usted».

«¿Yo? ¿Y de qué?»

«¡Del mediastino! Pero déjeme en paz y deje prosperar al elefante».

«No prosperar, no. O—pe—rar a Dalila, le he dicho».

Ekthorpe aparta a Juan Julio de su camino. «Opérelo usted», grita y se aleja.

Isidoro ha visto la escena desde una de las ventanas de la oficina del zoo y recibe a Ekthorpe con una sonrisa.

«Buenas, chif, dice, tengo una gran noticia: hablé con el comisario y nos va a librar de ese Juan Julio».

«Si ese tarado desaparece, mándele un par de faisanes al comisario».

«O.K», ríe Isidoro.

El comisario, su grasienta esposa y otros seres ordinarios y cursientos devoran ave con solemnidad histericoide.

Dalila se desinfla a simple vista. Su piel empalidece hasta el blanco ceniciento, le crecen largas y pobladas cejas negras y, entre ellas, una arruga vertical le parte la frente.

Ahora Ekthorpe mira con desesperación al elefante. Y con odio.

Una mañana desolada, de sol frío, Dalila enloquece. Menos destrozar bazares, hace todo lo que es recomendable en tales circunstancias.

Lo que se dice la pavura, ataca a Ekthorpe y a su secretario.

«Mi querido Isidoro, esa bestia tiene algo personal contra mí. Créame. He hecho todo lo imaginable para lograr una coexistencia pacífica pero ha sido en vano».

«¿Llamo a los veterinarios?»

«Llame a la policía. ¡Que lo repriman!»

Dalila entra la trompa por una ventana, barrita, descalabra un escritorio.

«¡Que lo reduzcan, que lo fusilen, que lo hagan bosta!, histeriza Ekthorpe trepado en un perchero.

Luego del sonido de las sirenas, llegan los carros de asalto. El comisario de los faisanes dirige la operación.

Dalila trota arrasando canteros, pequeñas bardas, restaurando el orden de la selva. Un giro del elefante provoca desbandes de los grupos de fusileros. Un barrito, paraliza los movimientos tácticos.

Dalila no tiene nada personal contra esos hombres de azul pero sabe que no le traen nada para su dolor de muelas.

A unos cincuenta metros de Dalila, aparece Juan Julio pronunciando palabras dulces. El elefante se detiene para escuchar. Después, avanza decididamente.

«Salven a ese inconsciente», ordena el comisario.

Con unos cuantos culatazos en la cabeza, Juan Julio queda a salvo. Dalila continúa avanzando pero grupos de estampidos lo devuelven a la locura. Gira y arremete contra los fusileros. Sangra.

Los milicos, cuyas inclinaciones y medios económicos han determinado su ausencia en zafaris, tiran al bulto.

Ahora Dalila describe círculos hacia el costado de sus heridas. No comprende y llora con desesperación.

Otra vez hacen fuego. Dalila comienza a sentir los primeros balazos allá dentro suyo. Luego acusa en seguida todas las andanadas pero continúa esparciendo su locura y su sangre y miedo entre los hombres.

Los policías se repliegan. Durante un cuarto de hora Dalila se dedica a sufrir, estampados en rojo sus costados.

Juan Julio despierta y llama al comisario. Le explica dónde tienen que darle para despenarlo.

El comisario instruye a su tropa que luego se desplaza en grupos hacia Dalila. Vuelven a oírse las descargas y crece el furor del elefante. Por casualidad, una bala encuentra el camino del oído o el del corazón.

Dalila dobla las rodillas, se balancea, y cae sobre un costado. Con un suspiro, levanta una nube de polvo que tarda en depositarse. Se estremece. La postura le marca un rictus como una sonrisa.

Ekthorpe, en su despacho, ha recobrado la calma. «Envíe una nota al museo de Ciencias Naturales donando el cuerpo»; ordena a Isidoro «Si hay sobrantes de carne aprovechables, que los devuelvan para los chacales».

En diferentes ocasiones, se ve pasar a Ekthorpe frente a la jaula vacía del elefante. «Cerrado por refacciones», dice un cartel frente a la caseta donde se abusan los gorriones.

Es primavera. Una manifestación estudiantil con carteles que dicen: «Aislar al gobierno», «Dejemos sola a la dictadura», es disuelta con gases y bastones.

Ekthorpe entra al Palacio Municipal. En la sala de espera, donde permanece solo, hace silenciosas morisquetas. Finalmente Carodila lo recibe.

«¿Cómo está usted, profesor?»

«Bien, muy bien, señor Presidente».

«Habrá sabido de la renuncia de Fernández a la dirección del Museo. Bien. Se trata de una actitud típica de individualismo pequeñoburgués que no hace sino hacerle el juego al gobierno Central. No podemos entregar posiciones», declara Carodila.

«Bien, querido Ek. ¿Me permite que le diga Ek? Una vez más, recurro a sus inestimables servicios y a su espíritu de lur—ha: acepte la dirección del Museo».

«Señor, yo...»

«Nada. Lo del elefante ya está olvidado hace tiempo. Son errores de los cuales nadie está libre, imponderables. ¿Acepta?»

«Es un honor, señor»

«¡Bravo! Acá tiene su nombramiento. Venga un abrazo».

Despacho de la dirección del museo de Ciencias Naturales. Ek pronuncia un discurso mudo similar al del zoo aunque más solemne. Esta vez lo rodean personajes con galera y damas.

«Ahora, dice Ek, os invito a recorrer las salas más importantes». Salen.

Vitrinas con momias, esqueletos, esponjas. Murmullos de intelígencia. Pasan a otra sala con insectos, pájaros disecados y láminas. Entran a otra sala mucho más amplia.

Más esqueletos enormes. En el otro extremo del salón hay un grupo de jóvenes. Ek y los personajes se aproximan a ellos.

Ek va distraído, radiante, hasta que se topa con Dalila embalsamado con un cartel que dice: «Ekthorpe asesíno!»

Los estudiantes gritan: «¡Asesino! ¡Colaboracionista!»

Ek levanta los brazos, gira como en un paso de baile y cae muerto.

Juan Julio, vestido de ordenanza, le pasa el plumero al cadáver del director mientras que todos los demás huyen.

Dalila muestra su cartel y la sonrisa estereotipada de su muerte mientras que Juan Julio continúa pasando el plumero a Ekthorpe y ejecuta pasos de ballet al compás de La danza de las horas. La cámara se aleja muy lentamente.

FIN
(Buenos Aires, 1958)

1 comentario:

calamardo dijo...

excelente. onetti como siempre, exquisitamente deprimente.