jueves, 4 de diciembre de 2008

Otra vez Bukowski - Un par de winos

Aquí les traigo el segundo cuento de Bukowski, tal como lo anuncié en la entrada anterior.
Un par de Winos” que es mi cuento favorito. Sinceramente creo que es una obra de arte con mayúsculas. Cada día que pasa interminable en el trabajo me da por recordar este cuento y a veces, en los días de invierno, me parece sentir que “astillas” recorren también mis manos.
Para quienes lo leyeron y ya no se acuerdan y para quienes lo leen por primera vez: Disfrútenlo o … bueno, lo que sea.


UN PAR DE WINOS

Yo tenía veintipocos años, y a pesar de que bebía mucho y no comía, estaba todavía fuerte. Quiero decir físicamente, y eso es una ventaja cuando no hay muchas otras cosas que te vayan bien. Mi mente se rebelaba contra mi suerte y mi vida, y la única manera de calmarla era bebiendo y bebiendo. Iba caminando por la carretera, era sucia y polvorienta y hacía calor; creo que el estado era California, pero no estoy demasiado seguro.

Era tierra desértica. Iba caminando a lo largo de la carretera, con mis calcetines acartonados, podridos y hediondos; los dedos se me salían por las puntas rotas de mis zapatos y tenía que meterme cartón en las suelas —cartón, periódicos o cualquier mierda que encontrara— para no ir pisando pinchos y piedras. Pero las uñas acababan atravesándolo y entonces, o metías más papel o le dabas la vuelta al viejo, o lo corrías, o te jodías y caminabas con los dedos fuera.

Un camión se paró a mi altura. Lo ignoré y seguí caminando. El camión arrancó de nuevo y el tío fue conduciéndolo a mi lado.
—Oye chico —dijo el tío—. ¿Quieres un trabajo?
—¿A quién tengo que matar? —le pregunté.
—A nadie —dijo—. Vamos, sube.
Di la vuelta alrededor del camión y cuando llegué a la puerta, estaba ya abierta. Subí por el escalón plegable, me metí, cerré la puerta y me senté en el asiento de cuero. Me había librado del sol.
—Si me la chupas —dijo el tío— te ganas cinco pavos.
Le metí fuerte la derecha en el estómago, la izquierda la lancé a algún sitio entre su oreja y el cuello, volví con la derecha a la boca y el camión se salió de la carretera. Agarré el volante y lo enderecé de nuevo. Entonces apagué el motor y frené con la palanca de mano. Salté afuera y seguí caminando por la carretera. Cerca de cinco minutos después, el camión estaba otra vez marchando a mi lado.

—Chico —dijo el tío— lo siento. Yo no quise decir eso. No quise decir que fueses un marica. Sólo pensé que tenías cierta pinta. ¿Pasa algo malo con ser homosexual?
—Supongo que no, si usted lo es.
—Vamos —dijo el tío— sube. Tengo un verdadero trabajo honesto para ti. Podrás ganar algún dinero, vamos, muévete.
Subí otra vez. Nos pusimos en marcha.
—Lo siento —dijo él— tienes una cara muy ruda, pero esas manos. Tienes manos de señorita.
—No se preocupe por mis manos —dije.
—Bueno, verás, es un trabajo duro. Cargar traviesas. ¿Has cargado alguna vez traviesas de ferrocarril?
—No.
—Es trabajo duro.
—He hecho trabajos duros toda mi vida.
—De acuerdo —dijo el tío— de acuerdo.

Marchábamos sin hablar, el camión moviéndose ruidosamente. No había otra cosa que polvo, polvo y desierto por todos lados. El tío no tenía mucha cabeza, no tenía mucho de nada. Pero algunas veces la gente insignificante que se queda en un mismo sitio por mucho tiempo, alcanza un cierto poder y prestigio. El tenía un camión y contrataba gente.

De vez en cuando tenías que aguantar esas cosas.

Seguíamos en marcha y entonces vimos a un viejo caminando por la carretera. Debía tener unos cuarentaitantos años. Vieja edad para la carretera. Este tío, el señor Bukhart —me había dicho su nombre— frenó el camión y le dijo al viejo:
—Eh, capullo. ¿Quieres ganarte un par de pavos?
—¡Oh, sí señor! —dijo el viejo.
—Córrete y déjale subir —me dijo Burkhart.

El viejo subió y se sentó a mi lado, despedía un verdadero hedor —a suciedad, sudor, agonía y muerte—. Seguimos hasta llegar a un pequeño núcleo de edificios. Bajamos del camión con Burkhart, entramos en un almacén. Había allí un tío con una visera verde y un montón de gomas alrededor de su muñeca izquierda. Era calvo, pero sus brazos estaban cubiertos de largo y abundante pelo rubio.
—Hola, señor Burkhart —dijo—. Veo que se ha encontrado a otro par de winos.
—Aquí está la lista, Jesse —dijo el señor Burkhart, y Jesse la tomó y se puso a rellenar órdenes. Esto le tomó un cierto tiempo. Entonces acabó.
—¿Algo más, señor Burkhart? ¿Un par de botellas de vino barato?
—Nada de vino para mí —dije.
—Bueno —dijo el viejo— yo me quedaré con las dos botellas.
—Serán descontadas de tu paga —le dijo Burkhart.
—No importa —contestó el viejo— descuéntelas.
—¿Seguro que tú no quieres una botella? —me preguntó Burkhart.
—De acuerdo —dije— me quedo con una botella.

***
Teníamos una tienda de campaña para nosotros. Y esa noche nos bebimos todo el vino y el viejo me contó sus penas. Había perdido a su esposa. Todavía amaba a su esposa. Pensaba en ella todo el tiempo. Una gran mujer. Le había abandonado. El solía dar clases de matemáticas. Pero había perdido a su esposa. No había en el mundo otra mujer como ella. Bla, bla, bla, etc.

Cristo, cuando nos despertamos el viejo estaba enfermo y yo no me sentía mucho mejor y el sol estaba alto y afuera y teníamos que hacer nuestro trabajo: amontonar traviesas de tren. Las teníamos que amontonar en pilas. Las de abajo eran fáciles, pero a medida que iba creciendo el montón y teníamos que subirlas más arriba, entonces teníamos que contar «Una, dos y tres», y «Flop» subirla y tirarla sobre las demás.

El viejo llevaba un trapo atado alrededor de la cabeza y la mierda se mezclaba con el sudor y le caía por la cara y en el trapo, que se iba quedando mojado y oscuro. Así una y otra vez, y entonces, una astilla de alguna traviesa atravesaba el guante podrido y se quedaba clavada en mi mano. Normalmente el dolor hubiera sido insoportable y yo debí sentir bastante, pero la fatiga atonta los sentidos, los atonta de verdad. Solamente me puse furioso, como si quisiese matar a alguien, pero cuando miré a mi alrededor no había más que arena y piedras y el sol seco, pesado y cegador y ningún sitio a donde ir.

Así una y otra vez con las traviesas del carajo. La compañía del ferrocarril quitaba las traviesas viejas y las reemplazaba por nuevas, las viejas las dejaban tiradas al lado de la vía. No parecía que tuviesen nada malo, pero la compañía del ferrocarril las dejaba por ahí tiradas y Burkhart tenía contratados a unos tíos como nosotros que las amontonaban en pilas que él cargaba en su camión y vendía luego. Supongo que tenían muchos usos. En algunos ranchos las podías ver usadas como vallas, clavadas en el suelo y enrolladas con alambre de espino. Supongo que tenían también otros usos. No me interesaba demasiado.

Era como cualquier otro trabajo imposible, te cansabas y querías abandonarlo, te cansabas más y te olvidabas de abandonarlo, y los minutos no pasaban, vivías siempre en el mismo minuto, encerrado en él, sin esperanza, sin salida, atrapado, demasiado confundido para abandonar y sin ningún sitio a donde ir en caso de hacerlo.
—Chico, perdí a mi esposa. Era una mujer tan maravillosa. No dejo de pensar en ella. Una buena mujer es la mejor cosa del mundo.
—Ya.
—Si por lo menos tuviésemos un poco de vino.
—No tenemos nada de vino. Tendremos que esperar hasta la noche.
—Me pregunto si alguien entiende a los winos.
—Sólo otros winos.
—¿Crees que estas astillas de nuestras manos se irán arrastrando por dentro del cuerpo hasta clavarse en nuestros corazones?
—Sin duda; nunca hemos tenido mucha suerte.
Dos indios pasaron por allí y se quedaron mirándonos. Nos observaron durante bastante tiempo. Cuando el viejo y yo nos sentamos en una traviesa para fumar un cigarrillo, uno de los indios se acercó.
—Ustedes hombres están haciendo todo mal —dijo.
—¿Qué quieres decir? —pregunté.
—Están trabajando con todo el calor del desierto. Lo que hacer es levantarse temprano y acabar el trabajo mientras hace fresco.
—Tienes razón —dije—, gracias.

El indio tenía razón. Decidí que nos levantaríamos temprano. Pero nunca lo conseguimos. El viejo estaba siempre enfermo de la borrachera nocturna y nunca conseguí levantarlo a tiempo. —Cinco minutos más —decía él— sólo cinco minutos más. Finalmente, un día, el viejo se rindió. No podía levantar una sola traviesa más. Se puso a disculparse y a pedirme perdón.
—No te preocupes, viejo.
Volvimos a la tienda y esperamos la tarde. El viejo se tumbó y hablaba. Estuvo hablando de su ex mujer. Estuve oyéndole hablar de su esposa durante toda la mañana y parte de la tarde. Entonces llegó Burkhart.
—Leches, no habéis hecho mucho trabajo hoy ¿eh, tíos? ¿Os creéis que vivís en el ombligo del mundo?
—Estamos fuera, Burkhart —dije— estamos esperando a que nos pague.
—No seré tan imbécil de pagar a unos vagos.
—Mira, tío, si no eres un imbécil será mejor que pagues.
—Por favor, señor Burkhart —dijo el viejo—. ¡Por favor, por favor, hemos trabajado tan condenadamente duro, hemos sido honestos...!
—Burkhart sabe lo que hemos hecho —dije—, ha llevado la cuenta de las pilas y yo también lo he hecho.
—72 pilas —dijo Burkhart.
—90 pilas —contesté.
—76 pilas —dijo Burkhart.
—90 pilas —dije yo.
—80 pilas —dijo Burkhart.
—Vendido —contesté.

Burkhart sacó papel y lápiz y nos descontó dinero por el vino y la comida, transporte y alojamiento. Salimos cada uno con 18 dólares por cinco días de trabajo. Bueno, era tan hermoso olvidarse del trabajo. Los cogimos. Y conseguimos un viaje gratis de vuelta al pueblo. ¿Gratis? Burkhart nos había jodido desde todos los ángulos. Pero no podíamos ampararnos en la ley, porque cuando no tienes mucho dinero, la ley deja de funcionar.
—Dios —dijo el viejo— voy a emborracharme de verdad. Voy a ponerme bien, voy a beber. ¿Tú no?
—No creo.

Entramos en el único bar del pueblo y nos sentamos. El pidió un vino y yo una cerveza. Empezó de nuevo con el rollo de su ex esposa y yo me moví hacia la otra punta del bar. Una chica mexicana bajó por las escaleras y se sentó a mi lado. ¿Por qué siempre bajaban por las escaleras de ese modo, como en las películas? De hecho me sentía como si estuviese en una película. La invité a una cerveza. Me dijo, «Me llamo Sherri», y yo dije, «Ese no es un nombre mexicano», y ella dijo, «No tiene por qué serlo», y yo dije, «Tienes razón».

Y arriba me pidió cinco dólares y primero me la lavó y luego lo hicimos. Me la lavó en una pequeña escudilla blanca que tenía pintados unos pollitos persiguiéndose alrededor de todo el círculo. En diez minutos se ganó el mismo dinero que yo en un día entero y varias horas. Hablando en el aspecto monetario, parecía tan seguro como la mierda que era más lucrativo tener un coño que una polla.
Cuando bajé por las escaleras, el viejo tenía ya la cabeza apoyada sobre la barra. La había cogido. No habíamos comido nada ese día y no pudo resistir mucho alcohol. Había un dólar y algo de cambio al lado de su cabeza. Por un momento pensé en llevarle conmigo, pero ni siquiera sabía cuidar de mí mismo. Me fui. Hacía frío y caminé hacia el norte.

Me sentía mal por haber abandonado al viejo allí, a merced de los pequeños buitres del pueblo. Me pregunté si su mujer pensaría alguna vez en él. Decidí que seguramente no lo hacía, o si lo hacía, difícilmente sería igual al modo en que él pensaba en ella. El mundo entero se arrastraba con gente triste y herida como él. Yo necesitaba un sitio para dormir. La cama en la que había estado con la chica mexicana había sido la primera que había tocado en tres semanas.

Algunas noches después descubrí que cuando hacía frío, las astillas de mi mano empezaban a moverse. Podía sentir dónde estaba cada una. Empezaba a hacer frío. No puedo decir que odiase al mundo, a los hombres y mujeres, pero sentía un cierto asco que me separaba de obreros y comerciantes, de mentirosos y amantes, de la gente feliz y hombres poderosos, de padres de familia y padres del conocimiento, de la esperanza, de la lucha, de la fuerza, de sabios y funcionarios, de muertos y médicos y sacerdotes, y ahora, décadas más tarde, siento el mismo asco. Por supuesto, sólo es la historia de un hombre, o una visión de la realidad por un hombre. Si sigues leyendo, quizás la próxima historia sea más alegre. Eso espero.

3 comentarios:

calamardo dijo...

amigo corto: el viejo hank siempre es bienvenido. mientras me deprimo pensando como hacer para cambiar esta vida despreciable de oficina, leer a bukowsky es una rara mezcla de medicina y veneno. cuantos saldremos de esto?
buen cuento, a mi tambien me gusta mucho. es una sintesis de otros que me gustaron mas, pero aqui toda la literatura de bukowsky parece reconcentrarse. fue como un uper cout de mike tyson a la mandibula.
ya desperte.
calamardo.

Nico Bari dijo...

Realmente muy bueno el cuento.

Saludos!

Corto Maltes dijo...

Que bueno que alguien mas que yo encuentra este cuento interesante porque como ya dije: para mi es una pequeña obra maestra.