domingo, 10 de agosto de 2008

Deshaciendo el futuro con Ranx

Los amigos de Lubna, una Lolita adicta al sexo y a los alcaloides, le han regalado para su cumpleaños un cyborg llamado Ranxerox.

Una masa enorme de músculos diseñados en laboratorios de biogenética a la que han acoplado el cerebro electrónico de una fotocopiadora Xerox de última generación. De allí el nombre de RanXerox.

Para Lubna el pobre Ranx le parece muy buenote, demasiado Tonto, con esa fidelidad canina que a ella tanto obstina. El tipo no es que folle mal, se podría decir a su favor que inclusive lo hace sin pausa y con pleno dominio de la mecánica; pero le falta un no sé qué, que podemos resumir en “maldad”.

Así que la nínfula pide a los amigos que le revolucionen la máquina al robot para que se ponga más pilas, más perverso, un poco más cruel. Y de tanto manosearle el cerebro positrónico a este neo-Frankenstein se les ha pasado la mano con el chip que controla la agresividad, lo han dejado convertido en un cyborg hiperviolento que vomita odio por el mundo y sólo tiene sentimientos para amar a su joven ama de doce añitos.

Sin embargo, Lubna, la insatisfecha, la adicta, la infiel, la mujercita malvada que no se sacia con nada y no se apega jamás a nadie, se sigue aburriendo de lo lindo con Ranx. Lo tiene condenado a una huelga de piernas cruzadas: “Mientras no me consigas heroína de la buena, no hay sexo, Ranx”. Y al pobre se le van marchitando los circuitos, se le van enchumbando las resistencias con la leche rancia, los músculos se le van atrofiando con aceites grumosos.

Se muere del insomnio y no importan cuántas millones de ovejas eléctricas cuente, ese androide nada duerme. Incluso está sentenciado a recibir en su pocilga romana, a la que su dueña lo ha dejado confinado, cintas de video que Lubna le hace llegar por correo y donde se ha preocupado por filmar con detalle pornográfico sus encuentros sexuales con cierto afectadísimo nipo-germano de 16 años.

Al pobre Ranxerox se le cruzan los circuitos con la impotencia frente a la pantalla, los celos lo enceguesen con la frustración de ver lo bien que se lo pasa Lubna empalada por otro que no sea el.

Otro de carne y hueso, menos dotado que Ranxerox, pero definitivamente con otra maldad.

Hay que conseguir heroína, de la buena buena, la que le gusta a Lubna, hay que buscarla con Carmencita. “La hermanita del asesino”, la chiquitita de 3 años y medio, que habla muy bien para su edad, pero que pega mejor. Que utiliza la navaja mejor aún. Que tiene los amiguitos contemporáneos que disparan ácido a la cara con sus pistolitas de agua.

Carmencita, la pequeña emperatriz que siembra el pánico con su pandilla de niños crueles. Y que sabe exactamente a qué camello acudir y cómo pagarle (o pegarle según convenga). Para cualquier otro inconveniente está bien dispuesto el buen Ranx, a molerle la cara a alguien contra un ventilador de aspas metálicas, a aplastarle el cráneo con sus propias manos a algún adolescente impertinente, a patear mandíbulas con sus botas de punkie con punta de acero.


Es que en este mundo podrido Ranx es el único que actúa en defensa propia, el único que tiene (aunque sea equivocado) un ideal. El argumento de esta historieta, tan brutal como la manera misma en la que está pintada, es producto de los italianos Gaetano “Tanino” Liberatore (ilustraciones) y Stefano Tamburini (guión). Responsables de haber creado a principios de los 80 el cómic “RanXerox”, dieron rienda suelta a uno de los antihéroes más rudos e incómodos de la historia.

Pero también uno de los robots más conmovedores y violentos jamás creados y curiosamente, uno de los más humanos y entrañables. Ingeniaron al gran Rank Xerox –como originalmente lo bautizaron-, y lo pusieron a sembrar el caos por las apocalípticas Roma y Nueva York de un futuro decadente.

Se alimentaron del cyberpunk de William Gibson, combinándolo con siniestras pinceladas de drogas, sexo lacerante y carnes mordidas por el metal y el vidrio a lo James C. Ballard (valga la acotación de que Ranxerox exclama: ¡Por Ballard! En esos instantes cuando el resto de los mortales diría: ¡Por Dios!).

También se sumergieron en ese pánico de identidades perdidas que se disuelven en la confusión que tanto caracterizó a Philip K. Dick; pescaron los peces mutantes de esa diatriba que se plantea al enfrentar a la humanidad estupidizada con una máquina mucho más noble que ella; pero sobre todo, Tamburini y Liberatore son creadores de algo nuevo. Algo que produce idéntico placer como culpa.


Que emociona tanto como angustia. Uno tiene la sensación, al pasearse por las hojas de los tres frenéticos libros que componen la historia de RanXerox, de volver a ser un niño que está haciendo algo malo. Esa inquietud de leer una obra de magnitud en la historia de los comic y que nos regala mucho arte e inteligencia.

Stefano Tamburini, el padre de la criatura, podríamos decir que el cerebro y el corazón, porque la piel se la dio Liberatore, moriría de una sobredosis de heroína en 1986. Uno llega a pensar que no podía, ni querría, morir de otra manera.

Ni siquiera había podido terminar la tercera entrega de la trilogía de Ranx, que se llamaría “Amén” y cuya culminación estaría a cargo del francés Chabat. Casi toda su obra, así como las colaboraciones que realizó con otros artistas, fueron reeditadas gracias al empeño de Gaetano Liberatore (cuentan que le costó un mundo conseguirlo pues ningún editor quería meterse en semejante embrollo).

Lo hizo como un homenaje postmorten a un genio prácticamente olvidado al que deberíamos rescatar del fondo de nuestras gavetas, sacudirle el polvo y rendirle culto: Larga vida Sr. Tamburini, y Dios salve a Ranxerox.


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